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Para no ser desplazado en Bogotá
Bogotá cuenta con 178 mil hectáreas de suelo, de las que 38 mil son urbanas y cerca de 3 mil se encuentran habilitadas como suelo de expansión. La ciudad ha sufrido un proceso de crecimiento acelerado y desequilibrado que la ha llevado a aumentar su área once veces en los últimos 50 años, en medio de la ausencia de un modelo de desarrollo urbano planificado que poderosos grupos económicos han aprovechado para especular en beneficio propio. La quiebra del campo y la falta de oportunidades en la ciudad retroalimentan a la ciudad informal, esa donde vive la mayoría a la cual no llegan los servicios estatales y cuando lo hacen se da en forma insuficiente. Vías sin pavimentar o llenas de huecos son una regla que se observa a lo largo y ancho de la capital.
La Constitución Nacional ordena a los gobiernos nacional y municipal garantizar el acceso a vivienda digna a sus habitantes. Mandato que está lejos de cumplirse en la capital. Una de cada dos viviendas de la ciudad es informal y se encuentran construídas en zonas de riesgo o de protección ambiental. Los precios de la vivienda nueva aumentaron como en ninguna otra ciudad colombiana durante 2014, y en los últimos 10 años el precio del metro cuadrado ha aumentado por lo menos un 160%, siendo los estratos 3 y 6 los más afectados con las alzas.
La disparada en los precios se da sin que la administración haga uso de instrumentos de gestión como la participación en plusvalías para controlar los precios de las viviendas tanto nuevas como usadas, o para impulsar el crecimiento de vivienda social al alcance de sectores de ingresos medios y bajos. Entre 2011 y 2014 el porcentaje de hogares que vive en arriendo varió del 44,5% al 46,2%, mientras que la proporción de hogares que han logrado pagar completamente su vivienda pasó de 45% a 36,8%. Más arrendatarios menos propietarios.
Los precios del suelo destinado a todos los usos presentan grandes aumentos desde 2010 y “los cinco sectores que más incrementaron el precio de su suelo en Bogotá, en los últimos cuatro años, se ubican en la clase media o en estratos populares”, informa Fedelonjas. Por esta vía disminuye la capacidad adquisitiva de los habitantes y se profundiza la segregación socioespacial existente en la ciudad.
Desde el Concejo de Bogotá es impostergable hacer veeduría a las medidas que el próximo alcalde o alcaldesa emprenda para regular los incrementos en precios del suelo, y que, en caso de no hacerlo, ser una a las voces que explica las razones y exija el derecho a políticas urbanas que eviten los efectos de la burbuja inmobiliaria causada por la especulación y el engaño que sufren miles de hogares cada año por causa de urbanizaciones piratas entregadas por especuladores y sus testaferros.
Que el suelo se convierta en refugio seguro de grandes especuladores ha incidido en el modelo mismo de desarrollo de la ciudad. Bogotá es sitio de arribo para los proponentes de Alianzas Público-Privadas, que han solicitado participar en 128 iniciativas de un total nacional de 370 proyectos formulados. El Distrito ha asumido la carga poblacional y de vehículos, sin que esto se haya retribuido en contribuciones por concepto de plusvalía. Al contrario se descarga el pago de los faltantes de recursos necesario para las intervenciones urbanas públicas en la población de ingresos medios y bajos por medio de medidas como el aumento en los cobros de impuesto predial y las valorizaciones; mientras las grandes rentas generadas por obras de renovación urbanas no se distribuyen entre toda la población.
Los grandes proyectos de renovación urbana impulsados por el gobierno Santos y la alcaldía de Gustavo Petro, afectan la vida de los habitantes tradicionales de las zonas donde se ejecutan. Las renovaciones que se adelantan en el CAN y el centro de la ciudad, se llevan por delante piezas importantes del patrimonio arquitectónico y urbanístico, así como de la memoria de Bogotá, expulsan a los moradores y trabajadores de la zona través de actuaciones públicas que serán puestas al servicio de los monopolios de la construcción y la infraestructura .
Lo mismo ocurre con los habitantes afectados por el mal negocio que está a punto de hacer el Distrito para renovar el complejo deportivo El Campín, que desde su anuncio ha triplicado los precios de inmuebles aledaños, poniendo en aprietos a los habitantes tradicionales del sector a la hora de pagar impuesto predial, pero que además entregará en concesión los nuevos escenarios deportivos y culturales, dejando por fuera del acceso a los eventos que allí se realicen a miles de capitalinos.
La creación de nuevos elementos de espacio público, así como la preservación de los existentes, se han vuelto prioridades de la agenda de la ciudadanía, no solo como medios de recreación activa o pasiva, sino como lugares de construcción de tejido social urbano, que reflejan las condiciones de vida de la población. Los parques, calles, plazas y plazoletas, así como todas las piezas de mobiliario urbano son bienes de uso público en los que también se materializa el derecho al trabajo para miles de vendedores informales ambulantes y estacionarios, quienes, al no poder acceder a trabajo formal, encuentran en la calle su medio de sustento. El Decreto Distrital sobre el espacio público va en contravía de ese goce general y crea un “mercado del espacio público” regido por el principio de que tiene derecho a usarlo quien puede pagarlo, una negación del derecho al disfrute del espacio público que profundiza la desigualdad.
Desde el Concejo es una obligación acompañar a las comunidades que sostienen luchas en defensa del derecho a la vivienda, a un ambiente sano y a la educación -como sucede en los casos de la ESAP y la Universidad Nacional-. Todos los que padezcan los desmanes causados por las acciones u omisiones de los gobiernos distrital y nacional en contra de la ciudadanía tendrán respaldo desde el Cabildo Distrital. En los principios y medidas del próximo Plan de Ordenamiento Territorial deben quedar consignados elementos que vayan en vía de defender de los efectos de la gentrificación sobre los habitantes tradicionales de los barrios en transformación, que garanticen un acceso equitativo a bienes y servicios urbanos, hagan un uso racional del recurso suelo, y sobre todo, que distriuya equitativamente las rentas que produce Bogotá. La gente debe ser el centro de la política de ordenamiento urbano, no los especuladores
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